Se convierte en compañero de tus horas de soledad, melancolía y pesar.
Permanece veladas enteras en tus rodillas, ronroneando satisfecho, feliz por hallarse contigo, y prescinde de la compañía de animales de su propia especie.
Los gatos se complacen en el silencio, el orden y la quietud, y ningún lugar les conviene mejor que el escritorio de un hombre de letras.
Es una labor muy difícil ganar el afecto de un gato; será tu amigo si siente que eres digno de su amistad, pero no tu esclavo.
Theóphile Gautier

Los Gatos de Ulthar

Se dice que en Ulthar es un pueblo situado más allá del río Skai, nadie puede matar un solo gato; cosa que creo firmemente cuando contemplo el que tengo ronroneando ante el fuego. Pues el gato es enigmático, y está familiarizado con las cosas extrañas que los hombres no pueden ver. Es el alma del antiguo Egipto, y depositario de las leyendas de las ciudades olvidadas de Meroe y Ophir.
Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la vieja y siniestra África. La Esfinge es su prima, y recuerda lo que ella ha olvidado.
En Ulthar, antes de que sus diputados prohibiesen matar gatos, vivían un viejo campesino y su esposa que disfrutaban poniendo trampas a los gatos del vecindario para matarlos. No sé por qué lo hacían; hay quienes detestan los maullidos por la noche, y no les gusta que los gatos anden furtivamente por patios y jardines al anochecer.
Sea cual sea el motivo, este viejo matrimonio gozaba atrapando y matando todo gato que se acercaba a su casucha miserable; y por lo que se oía después en la noche, muchos de los lugareños sospechaban que tenían un modo de matarlos de lo más singular. Sin embargo, no hablaban de esto con el viejo matrimonio, debido a la habitual expresión de sus rostros arrugados, y a que su choza era muy pequeña y estaba oculta y oscurecida bajo unos olmos corpulentos, en el fondo de un patio abandonado. En verdad, aunque los dueños de los gatos odiaban a estos viejos, los temían aún más; y en vez de tacharles de brutales asesinos, se limitaban a cuidar que ninguno de sus adorados gatos se aproximara impensadamente a la apartada casucha oculta bajo los árboles sombríos.
Cuando por un descuido inevitable se perdía alguno, y se oían los maullidos por la noche, su dueño lloraba con impotencia, o se consolaba dando gracias al Destino por no haber sido uno de sus hijos el desaparecido de este modo. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de donde vinieron los gatos al principio.Un día entró por las estrechas y empedradas calles de Ulthar una caravana de extraños vagabundos que procedían del sur. Eran trotamundos atezados, distintos de aquellas gentes ambulantes que pasaban por el pueblo dos veces al año. Decían la buenaventura a cambio de plata en los mercados, y compraban alegres abalorios a los mercaderes.
Nadie sabía de que país venían estos vagabundos; pero observaron que eran dados a rezar extrañas plegarias, y que a los lados de sus carromatos llevaban pintadas extrañas figuras con cuerpo humano y cabeza de gato, de halcón, de león o de carnero. Y el jefe de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos y un curioso disco entremedias.Iba en esta singular caravana un niño que no te padre ni madre, sino sólo un gatito pequeño y negro al que cuidaba.
La peste no había sido amable con él, aunque le había dejado este ser diminuto y peludo que dulcificaba su dolor; cuando se es muy joven, uno puede encontrar gran alivio en las vivarachas travesuras de un gatito negro. Así, el niño a quien las atezadas gentes llamaban Menes sonreía cada vez más, y llora cada vez menos, cuando se sentaba a jugar con su gracioso gatito en las escaleras de un carromato decorado de singular manera. A la mañana del tercer día de estancia en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; al verle sollozando en el mercado, los lugareños le hablaron del viejo y de su esposa, y de lo que se oía por la noche. Al escuchar todo aquello sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la plegaria.
Extendió los brazos hacia el sol y rezó en una lengua que los lugareños no entendieron; aunque no pusieron mucho empeño en entender, ya que les acaparaban la atención el cielo y las formas curiosas que adoptaban las nubes. Era muy extraño, pero tan pronto como el niño hubo terminado su oración, parecieron formarse en lo alto las figuras brumosas y oscuras de unos seres exóticos, criaturas híbridas coronadas con los cuernos y el disco entremedias.
La Naturaleza está llena de tales ilusiones para sugestionar a quienes son imaginativos.Esa noche, los trotamundos se fueron de Ulthar, y no se les volvió a ver. Y los habitantes se sintieron consternados al darse cuenta de que no había un solo gato en todo el pueblo. De cada uno de los hogares había desaparecido el gato familiar; los grandes y los pequeños, los negros, los grises, los rayados, los amarillos y los blancos.
El viejo Kranon, que era el burgomaestre, juró que habían sido las gentes atezadas quienes se los habían llevado en venganza por la muerte del gatito de Menes; y maldijo a la caravana y al niño. Pero Nith, el flaco notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran más sospechosos aun, ya que su odio a los gatos era conocido por todos, y más atrevido cada vez. Sin embargo, nadie se atrevió a acusar al siniestro matrimonio, aun cuando el hijo del posadero, el pequeño Atal, aseguraba haber visto a todos los gatos en aquel patio maldito, bajo los árboles, avanzando con paso medido, lenta y ceremoniosamente, y describiendo un círculo alrededor de la choza en fila de a dos, como si ejecutasen algún inaudito ritual.
Los lugareños no sabían si creer al chico; y aunque temían que el malvado matrimonio hubiese hechizado y exterminado a todos los gatos, preferían no enfrentarse con el viejo campesino mientras no saliese de su patio tenebroso y repugnante. Así que el pueblo de Ulthar se acostó embargado por la ira y la impotencia; y he aquí que al despertar por la madrugada, ¡cada gato había regresado a su hogar respectivo! Los grandes, los pequeños, los negros, los grises, los rayados, los amarillos y los blancos; no faltaba ninguno.
Todos aparecieron gordos y lustrosos, emitiendo sonoros ronroneos de satisfacción. Los ciudadanos hablaban maravillados del caso. El viejo Kranon insistió una vez más en que había sido el pueblo atezado quien se los había llevado, puesto que los gatos jamás regresaban vivos de la choza del viejo matrimonio. Pero todos coincidieron en una cosa: que la negativa de los gatos a probar sus respectivas raciones de comida y su plato de leche era sumamente singular. Y durante dos días enteros, los lustrosos y perezosos gatos de Ulthar no tocaron alimento alguno, y se limitaron a dormitar junto al fuego o al sol. Una semana transcurrió, hasta que los lugareños observaron que no había luz, por la noche, en las ventanas de la choza oculta bajo los árboles. Luego, el flaco Nith comentó que nadie había visto al viejo ni a la vieja desde la noche en que desaparecieron los gatos.
Una semana después, el burgomaestre decidió vencer su temor y visitar la vivienda extrañamente silenciosa; como era su deber, aunque tuvo el cuidado de hacerse acompañar por Shang el herrero y Thul el cantero como testigos. Y cuando echaron abajo la frágil puerta no encontraron otra cosa que dos esqueletos humanos limpios y mondos en el suelo de tierra, y un montón de cucarachas que corrían por los rincones oscuros.Mucho se habló después entre los habitantes de Ulthar. Zath, el alguacil, discutió largamente con Nith, el flaco notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados a preguntas.
En cuanto al pequeño Atal, el hijo del posadero, fue interrogado a fondo, y se le dio un caramelo en recompensa. Hablaron del viejo campesino y su mujer, de la caravana de atezados vagabundos, del pequeño Menes, de su gatito negro, de la plegaria de Menes y el cambio del cielo, de la acción de los gatos la noche en que se fue la caravana, así como de lo que encontraron mas tarde en la choza que hay bajo los árboles sombríos del patio repugnante.
Al final, los diputados aprobaron esa famosa ley de que hablan los mercaderes en Hatheg, y que discuten los viajeros de Nir; a saber: que en Ulthar, nadie puede matar un solo gato.

Lewis Carroll

El Gato de Cheshire es un personaje ficticio creado por Lewis Carroll en su conocida obra Alicia en el país de las maravillas. Tiene la capacidad de aparecer y desaparecer a voluntad, entreteniendo a Alicia mediante conversaciones paradójicas de tintes filosóficos.
Sin embargo, aparece para animar a Alicia cuando ésta se materializa en la campo de croquet de la Reina de Corazones y cuando la niña es condenada a muerte y el gato desconcierta a todos haciendo desaparecer su cuerpo pero haciendo visible su cabeza, mientras provoca una masiva discusión entre el Rey, la Reina y el verdugo acerca de si se puede decapitar a alguien que no tiene, de hecho, cuerpo.
Otra de sus características más singulares es que el Gato de Cheshire puede desaparecer gradualmente hasta que no queda nada más que su amplia sonrisa, haciendo notar a Alicia que muchas veces habrá podido ver a un gato sin sonrisa pero nunca a una sonrisa sin gato. Ésta ha sido la caracterísitca más recordada del gato: la mayoría de los lectores le recuerdan interpretando su acto de desaparición.
Algunos estudiosos defienden que Carroll encontró se inspiró para crear al Gato de Cheshire en una escultura situada en en la iglesia de Croft-on-Tees, pequeña localidad situada en el noreste de Inglaterra, donde su padre era rector.
Para otros el gato está basado en una gárgola esculpida en un pilar de St Nicolas Church Cranleigh, lugar al que Carroll solía viajar cuando vivía en Guildford. Finalmente, otros lo atribuyen a una escultura en la cara oeste de la torre de St Wilfrid's Church, Grappenhall, Warrington, en el condado de Cheshire, de donde toma el nombre.
Otro posible origen, más probable, es que Carroll se inspirase en los gatos que vivían en el puerto de Chester. De hecho, hasta 1979 se erigía un momumento al Gato de Cheshire en la orilla del río Dee, donde previamente se encontraba un almacén de quesos. Se decía que los gatos sentados en el muelle eran los más felices del Reino, puesto que se alimentaban de los ratones que llegaban en los barcos que distribuían el queso, de ahí la gran sonrisa. El monumento fue destruido cuando se demolió la casa Copfield, situada al lado del antiguo almacén, en 1979. Alicia en el Pais de las Maravillas (Diálogo entre Alicia y el Gato) (…) se interrumpió al ver al gato de Cheshire instalado en la copa de un árbol. El gato sonrió apenas vio a Alicia lo que la hizo suponer que el animalito tenía buen carácter a pesar de que mostraba unas garras muy largas y una gran cantidad de dientes. Esto último indicaba que se le debía tratar con respeto. —Minino, minino... —llamó Alicia tímidamente, sin estar muy segura de si al gato le gustaría que le llamasen así—. ¿Podría decirme, por favor, por qué camino debo seguir? —Eso depende, en gran parte, del sitio a donde quieras ir —repuso el gato. —No me importa mucho donde sea... —declaró Alicia.
—Entonces no tiene importancia el camino que sigas... —contestó el gato.
—...siempre que llegue a alguna parte —agregó la muchacha, como para completar la explicación.
—Puedes estar segura de eso, siempre que camines lo suficiente —declaró el minino.
Alicia comprendió que esta razón no se podía discutir, así es que ensayó otra pregunta:
—¿Qué clase de gente vive aquí?
—En esa dirección —dijo el gato, levantando su pata derecha— vive un sombrerero; y en esa otra dirección vive una liebre de marzo.
Puedes visitar a cualquiera de los dos. Ambos están locos.
—Pero yo no quiero mezclarme con gente loca —observó Alicia.
—Eso no lo puedes evitar —contestó el gato—.
Aquí están todos locos. Yo estoy loco... Tú estás loca...
—¿Cómo sabes que yo estoy loca?
—Tienes que estarlo, porque de otra manera no habrías venido aquí.
Alicia no creía que ésa fuera una razón suficiente: sin embargo, preguntó:—¿Puedes garantizarlo?
—Para empezar... —dijo el gato—, ¿asegurarías que un perro no es un loco?—Supongo.—Está bien —continuó el gato —. Pero tú ves que un perro gruñe cuando se enfada y mueve la cola cuando está contento.
Ahora, yo gruño cuando estoy contento y agito la cola cuando estoy enfadado. Por consiguiente, quiere decir que estoy loco.
—Yo no llamo gruñir a lo que haces; lo llamo ronronear —dijo Alicia.
—Llámalo como quieras —respondió el minino, y desapareció.
Alicia no podía sorprenderse mucho de esto, porque ya estaba acostumbrándose a que sucedieran cosas extrañas. Mientras se quedaba silenciosa mirando el sitio donde antes estaba el animal, éste apareció súbitamente de nuevo.
—¡Vamos por partes! ¿Dónde has dejado al niño? Casi me olvidé de preguntártelo.
—Se convirtió en un cerdo —respondió Alicia con toda tranquilidad y en la misma forma en que habría respondido si el gato se hubiera presentado naturalmente.
—¡Ya me lo imaginaba! —replicó el gato, desapareciendo de nuevo.
Alicia aguardó un momento, esperando vagamente a que el animal apareciera de nuevo, pero no fue así.
Después de uno o dos minutos decidió encaminarse hacia donde decía que vivía la liebre de marzo."He conocido varios sombrereros —pensó—, así es que esa liebre me parece mucho más interesante, y como estamos en mayo y no en marzo, tal vez se encuentre en su sano juicio”.
Mientras decía esto, miró hacia arriba y volvió a ver al gato sentado en la rama de un árbol.—¿Has dicho que se convirtió en un cerdo? —preguntó el animal.
—Sí, te he dicho que en un cerdo —replicó Alicia—, y ojalá no continúes apareciendo y desapareciendo tan repentinamente. Me mareas...
—Perfectamente —contestó el gato.
Y esta vez desapareció muy lentamente, empezando con el extremo de la cola y terminando con su sonrisa.
En realidad, la sonrisa permaneció viéndose mucho rato después que todo lo demás del gato hubiera desaparecido.
"¡Vamos, vamos, he visto muy a menudo gatos sin sonrisas, pero sonrisas sin gatos no había visto nunca! ¡Es lo más curioso que yo hubiera podido imaginar en la vida!", pensó Alicia.

Edgar Allan Poe

Me casé joven y tuve la alegría de que mi mujer compartiera mis preferencias.

Cuando advirtió que me gustaban los animales domésticos, no perdía ocasión para proporcionarme los más agradables.

Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un mono pequeño y un gato. Este último era un hermoso animal, bastante grande, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Cuando se refería a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era bastante supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros eran brujas disfrazadas. No quiero decir que lo creyera en serio, y sólo menciono el asunto porque acabo de recordarla.

Pluto- pues así se llamaba el gato- era mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer, y él en casa me seguía por todas partes. Incluso me resultaba difícil impedirle que siguiera mis pasos por la calle. Nuestra amistad duró varios años, en el transcurso de los cuales mi temperamento y mi carácter, por causa del demonio Intemperancia (y me pongo rojo al confesarlo), se habían alterado radicalmente. Día a día me fui volviendo más irritable, malhumorado e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a usar palabras duras con mi mujer, y terminé recurriendo a la violencia física. Por supuesto, mis favoritos sintieron también el cambio de mi carácter.

No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Sin embargo, hacia Pluto sentía el suficiente respeto como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro, cuando, por casualidad o por afecto, se cruzaban en mi camino. Pero mi enfermedad empeoraba- pues, ¿qué enfermedad se puede comparar con el alcohol?-, y al fin incluso Pluto, que ya empezaba a ser viejo y, por tanto, irritable, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente borracho, después de una de mis correrías por el centro de la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo agarré y, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al instante se apoderó de mí una furia de diablos y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separaba de un golpe del cuerpo; y una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras seguía sujetando al pobre animal por el pescuezo y deliberadamente le saqué un ojo.
Me pongo más rojo que un tomate, siento vergüenza, tiemblo mientras escribo tan reprochable atrocidad.
Cuando me volvió la razón con la mañana, cuando el sueño hubo disipado los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen del que era culpable, pero sólo era un sentimiento débil y equívoco, y no llegó a tocar mi alma. Otra vez me hundí en los excesos y pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato mientras tanto mejoraba lentamente. La cuenca del ojo perdido presentaba un horrible aspecto, pero el animal parecía que ya no sufría. Se paseaba, como de costumbre, por la casa; aunque, como se puede imaginar, huía aterrorizado al verme.
Me quedaba bastante de mi antigua forma de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que una vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento pronto cedió paso a la irritación. Y entonces se presentó, para mi derrota final e irrevocable, el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu.
Sin embargo, estoy tan seguro de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano... una de las facultades primarias indivisibles, uno de los sentimientos que dirigen el carácter del hombre.
¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en los momentos en que cometía una acción estúpida o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que nos enfrenta con el sentido común, a transgredir lo que constituye la Ley por el simple hecho de serlo (existir)? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final.
Y ese insondable anhelo que tenía el alma de vejarse a sí misma, de violentar su naturaleza, de hacer el mal por el mal mismo, me empujó a continuar y finalmente a consumar el suplicio que había infligido al inocente animal. Una mañana, a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol, lo ahorqué mientras las lágrimas me brotaban de los ojos y el más amargo remordimiento me retorcía el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivos para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que pondría en peligro mi alma hasta llevarla- si esto fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del dios más misericordioso y más terrible.
La noche del día en que cometí ese acto cruel me despertaron gritos de «¡Fuego!» La ropa de mi cama era una llama, y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar del incendio mi mujer, un criado y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento no me quedó más remedio que resignarme.
No caeré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y la acción criminal que cometí. Simplemente me limito a detallar una cadena de hechos, y no quiero dejar suelto ningún eslabón. Al día siguiente del incendio visité las ruinas.
Todas las paredes, salvo una, se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio, de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual antes se apoyaba la cabecera de mi cama. El yeso del tabique había aguantado la acción del fuego, algo que atribuí a su reciente aplicación. Una apretada muchedumbre se había reunido alrededor de esta pared y varias personas parecían examinar parte de la misma atenta y minuciosamente. Las palabras «¡extraño!, ¡curioso!» y otras parecidas despertaron mi curiosidad.
Al acercarme más vi que en la blanca superficie, grabada en bajorrelieve, aparecía la figura de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente extraordinaria. Había una cuerda alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición- ya que no podía considerarla otra cosa- el asombro y el terror me dominaron. Pero la reflexión vino en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín colindante con la casa. Cuando se produjo la alarma del incendio, la gente invadió inmediatamente el jardín: alguien debió cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda habían tratado así de despertarse.
Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el yeso recién encalado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que ahora veía. Aunque, con estas explicaciones, quedó satisfecha mi razón, pero no mi conciencia, sobre el asombroso hecho que acabo de describir, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación.
Durante meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe, que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del gato y a buscar, en los sucios antros que habitualmente frecuentaba, otro animal de la misma especie y de apariencia parecida, que pudiera ocupar su lugar.
Una noche, medio borracho, me encontraba en una taberna pestilente, y me llamó la atención algo negro posado en uno de los grandes toneles de ginebra, que constituían el principal mobiliario del lugar. Durante unos minutos había estado mirando fijamente ese tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra de encima. Me acerqué a él y lo toqué con la mano.
Era un gato negro, un gato muy grande, tan grande como Pluto y exactamente igual a éste, salvo en un detalle. Pluto no tenía ni un pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una mancha blanca, tan grande como indefinida, que le cubría casi todo el pecho.
Al acariciarlo, se levantó en seguida, empezó a ronronear con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció encantado de mis cuitas. Había encontrado al animal que estaba buscando. Inmediatamente propuse comprárselo al tabernero, pero me contestó que no era suyo, y que no lo había visto nunca antes ni sabía nada del gato.
Seguí acariciando al gato y, cuando iba a irme a casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, parándome una y otra vez para agacharme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró en seguida y pronto se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí que nacía en mí una antipatía hacia el animal. Era exactamente lo contrario de lo que yo había esperado, pero- sin que pueda justificar cómo ni por qué su evidente afecto por mí me disgustaba y me irritaba.
Lentamente tales sentimientos de disgusto y molestia se transformaron en la amargura del odio. Procuraba no encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi acto de crueldad me frenaban de maltratarlo.
Durante algunas semanas no le pegué ni fue la víctima de mi violencia; pero gradualmente,muy gradualmente, llegué a sentir una inexpresable repugnancia por él y a huir en silencio de su odiosa presencia, como si fuera un brote de peste.
Lo que probablemente contribuyó a aumentar mi odio hacia el animal fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Pluto, no tenía un ojo. Sin embargo, fue precisamente esta circunstancia la que le hizo más agradable a los ojos de mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que una vez fueron mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y puros.
El cariño del gato hacia mí parecía aumentar en la misma proporción que mi aversión hacia él. Seguía mis pasos con una testarudez que me resultaría difícil hacer comprender al lector. Dondequiera que me sentara venía a agazaparse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias. Si me ponía a pasear, se metía entre mis pies y así, casi, me hacía caer, o clavaba sus largas y afiladas garras en mi ropa y de esa forma trepaba hasta mi pecho. En esos momentos, aunque deseaba hacerlo desaparecer de un golpe, me sentía completamente paralizado por el recuerdo de mi crimen anterior, pero sobre todo- y quiero confesarlo aquí- por un terrible temor al animal.
Aquel temor no era exactamente miedo a un mal físico, y, sin embargo, no sabría definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de admitir- sí, aun en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de admitir que el terror, el horror que me causaba aquel animal, era alimentado por una de las más insensatas quimeras que fuera posible concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha de pelo blanco, de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre este extraño animal y el que yo había matado.
El lector recordará que esta mancha, aunque era grande, había sido al principio muy indefinida, pero, gradualmente, de forma casi imperceptible mi razón tuvo que luchar durante largo tiempo para rechazarla como imaginaria, la mancha iba adquiriendo una rigurosa nitidez en sus contornos.
Ahora ya representaba algo que me hace temblar cuando lo nombro- y por eso odiaba, temía y me habría librado del monstruo si me hubiese atrevido a hacerlo-; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra... ¡la imagen del PATÍBULO! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Y entonces me sentí más miserable que todas las miserias del mundo juntas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante yo había destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir esa angustia tan insoportable sobre mí, un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del descanso!
De día, ese animal no me dejaba ni un instante solo; y de noche, me despertaba sobresaltado por sueños horrorosos sintiendo el ardiente aliento de aquella cosa en mi rostro y su enorme pesoencarnada pesadilla que no podía quitarme de encima- apoyado eternamente sobre mi corazón. Bajo la opresión de estos tormentos, sucumbió todo lo poco que me quedaba de bueno.
Sólo los malos pensamientos disfrutaban de mi intimidad; los más retorcidos, los más perversos pensamientos. La tristeza habitual de mi mal humor terminó convirtiéndose en aborrecimiento de todo lo que estaba a mi alrededor y de toda la humanidad; y mi mujer, que no se quejaba de nada, llegó a ser la más habitual y paciente víctima de las repentinas y frecuentes explosiones incontroladas de furia a las que me abandonaba.
Un día, por una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió escaleras abajo y casi me hizo caer de cabeza, por lo que me desesperé casi hasta volverme loco. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los temores infantiles que hasta entonces habían detenido mi mano, lancé un golpe que hubiera causado la muerte instantánea del animal si lo hubiera alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Su intervención me llenó de una rabia más que demoníaca; me solté de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Cayó muerta a mis pies, sin un quejido. Consumado el horrible asesinato, me dediqué urgentemente y a sangre fría a la tarea de ocultar el cuerpo. Sabía que no podía sacarlo de casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que los vecinos me vieran.
Se me ocurrieron varias ideas.
Por un momento pensé descuartizar el cadáver y quemarlo a trozos. Después se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Luego consideré si no convenía arrojarlo al pozo del patio, o meterlo en una caja, como si fueran mercancías, y, con los trámites normales, y llamar a un mozo de cuerda para que lo retirase de la casa. Por fin, di con lo que me pareció el mejor recurso. Decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se cuenta que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se prestaba bien para este propósito. Las paredes eran de un material poco resistente, y estaban recién encaladas con una capa de yeso que la humedad del ambiente no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes había un saliente, una falsa chimenea, que se había rellenado de forma que se pareciera al resto del sótano.
Sin ningún género de dudas se podían quitar fácilmente los ladrillos de esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de forma que ninguna mirada pudiera descubrir nada sospechoso. No me equivocaba en mis cálculos. Con una palanca saqué fácilmente los ladrillos y, después de colocar con cuidado el cuerpo contra la pared interior, lo mantuve en esa posición mientras colocaba de nuevo los ladrillos en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé con precaución un yeso que no se distinguía del anterior, y revoqué cuidadosamente el enladrillado.
Terminada la tarea, me sentí satisfecho de que todo hubiera quedado bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido alterada. Recogí del suelo los cascotes más pequeños. Y triunfante miré alrededor y me dije: «Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano»
El paso siguiente consistió en buscar a la bestia que había causado tanta desgracia; pues por fin me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera aparecido ante mí, habría quedado sellado su destino, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no se me pasara mi mal humor. Es imposible describir, ni imaginar el profundo y feliz sentimiento de alivio que la ausencia del odiado animal trajo a mi pecho.
No apareció aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, incluso con el peso del asesinato en mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y no volvía mi atormentador. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡El monstruo aterrorizado había huido de casa para siempre! ¡No volvería a verlo!
Grande era mi felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba poco. Se hicieron algunas investigaciones, a las que me costó mucho contestar.
Incluso registraron la casa, pero naturalmente no se descubrió nada. Consideraba que me había asegurado mi felicidad futura.
Al cuarto día, después del asesinato, un grupo de policías entró en la casa intempestivamente y procedió otra vez a una rigurosa inspección. Seguro de que mi escondite era inescrutable, no sentí la menor inquietud.
Los agentes me pidieron que los acompañara en su registro. No dejaron ningún rincón ni escondrijo sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez bajaron al sótano. No me temblaba ni un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente como el de quien duerme en la inocencia. Me paseaba de un lado a otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho e iba tranquilamente de acá para allá. Los policías quedaron totalmente satisfechos y se disponían a marcharse. El júbilo de mi corazón era demasiado fuerte para ser reprimido.
Ardía en deseos de decirles, al menos, una palabra como prueba de triunfo y de asegurar doblemente su certidumbre sobre mi inocencia.
-Caballeros- dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Por cierto, caballeros, esta casa esta muy bien construida... (En mi rabioso deseo de decir algo con naturalidad, no me daba cuenta de mis palabras.). Repito que es una casa excelentemente construida. Estas paredes... ¿ya se van ustedes, caballeros?... estas paredes son de gran solidez.
Y entonces, empujado por el frenesí de mis bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared de ladrillo tras la cual estaba el cadáver de la esposa de mi alma.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes, y una voz me contestó desde dentro de la tumba. Un quejido, ahogado y entrecortado al principio, como el sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo grito, completamente anormal e inhumano, un aullido, un alarido quejumbroso, mezcla de horror y de triunfo, como sólo puede surgir en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios gozosos en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento es una locura.
Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared de enfrente. Por un instante el grupo de hombres de la escalera se quedó paralizado por el espantoso terror. Luego, una docena de robustos brazos atacó la pared, que cayó de un golpe. El cadáver, ya corrompido y cubierto de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había llevado al asesinato y cuya voz delatora me entregaba ahora al verdugo.
¡Había emparedado al monstruo en la tumba¡

LOPE DE VEGA

“Juntáronse los ratones, para librarse del gato, y después de un largo rato de disputas y opiniones, Dijeron que acertarían en ponerle un cascabel; que, andando el gato con él, librarse mejor podían. Salió un ratón barbicano, colilargo, hociquirromo, y encrespando el grueso lomo, dijo al senado romano, después de hablar culto un rato: “¿Quién de todos ha de ser el que se atreva a poner ese cascabel al gato?”

El Gato con botas

Un molinero dejó, como única herencia a sus tres hijos, su molino, su burro y su gato. El reparto fue bien simple: no se necesitó llamar ni al abogado ni al notario. Habrían consumido todo el pobre patrimonio. El mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro y al menor le tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia: -Mis hermanos -decía- podrán ganarse la vida convenientemente trabajando juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un manguito con su piel, me moriré de hambre. El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le dijo en tono serio y pausado: -No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.
Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones, como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria. Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos.
Puso afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese muerto, aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia. Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una gran reverencia ante el rey, y le dijo: -He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor Marqués de Carabás (era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de su parte. -Dile a tu amo, respondió el Rey, que le doy las gracias y que me agrada mucho.
En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las cazó a ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al Rey, tal como había hecho con el conejo de campo. El Rey recibió también con agrado las dos perdices, y ordenó que le diesen de beber.
El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en cuando al Rey productos de caza de su amo. Un día supo que el Rey iría a pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo, y le dijo a su amo: -Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más que bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré lo demás.
El Marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué serviría. Mientras se estaba bañando, el Rey pasó por ahí, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas: -¡Socorro, socorro! ¡El señor Marqués de Carabás se está ahogando! Al oír el grito, el Rey asomó la cabeza por la portezuela y, reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al Marqués de Carabás.
En tanto que sacaban del río al pobre Marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al Rey que mientras su amo se estaba bañando, unos ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber gritado ¡al ladrón! con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de una enorme piedra. El Rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen en busca de sus más bellas vestiduras para el señor Marqués de Carabás.
El Rey le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija del Rey lo encontró muy de su agrado; bastó que el Marqués de Carabás le dirigiera dos o tres miradas sumamente respetuosas y algo tiernas, y ella quedó locamente enamorada. El Rey quiso que subiera a su carroza y lo acompañara en el paseo. El gato, encantado al ver que su proyecto empezaba a resultar, se adelantó, y habiendo encontrado a unos campesinos que segaban un prado, les dijo: -Buenos segadores, si no decís al Rey que el prado que estáis segando es del Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín. Por cierto que el Rey preguntó a los segadores de quién era ese prado que estaban segando. -Es del señor Marqués de Carabás -dijeron a una sola voz, puesto que la amenaza del gato los había asustado. -Tenéis aquí una hermosa heredad -dijo el Rey al Marqués de Carabás. -Veréis, Majestad, es una tierra que no deja de producir con abundancia cada año. El maestro gato, que iba siempre delante, encontró a unos campesinos que cosechaban y les dijo: -Buena gente que estáis cosechando, si no decís que todos estos campos pertenecen al Marqués de Carabás, os haré picadillo como carne de budín. El Rey, que pasó momentos después, quiso saber a quién pertenecían los campos que veía. -Son del señor Marqués de Carabás, contestaron los campesinos, y el Rey nuevamente se alegró con el Marqués. El gato, que iba delante de la carroza, decía siempre lo mismo a todos cuantos encontraba; y el Rey estaba muy asombrado con las riquezas del señor Marqués de Carabás. El maestro gato llegó finalmente ante un hermoso castillo cuyo dueño era un ogro, el más rico que jamás se hubiera visto, pues todas las tierras por donde habían pasado eran dependientes de este castillo. El gato, que tuvo la precaución de informarse acerca de quién era este ogro y de lo que sabía hacer, pidió hablar con él, diciendo que no había querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de hacerle la reverencia. El ogro lo recibió en la forma más cortés que puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar. -Me han asegurado -dijo el gato- que vos tenías el don de convertiros en cualquier clase de animal; que podíais, por ejemplo, transformaros en león, en elefante. -Es cierto -respondió el ogro con brusquedad- y para demostrarlo veréis cómo me convierto en león. El gato se asustó tanto al ver a un león delante de él que en un santiamén se trepó a las canaletas, no sin pena ni riesgo a causa de las botas que nada servían para andar por las tejas. Algún rato después, viendo que el ogro había recuperado su forma primitiva, el gato bajó y confesó que había tenido mucho miedo. -Además me han asegurado -dijo el gato- pero no puedo creerlo, que vos también tenéis el poder de adquirir la forma del más pequeño animalillo; por ejemplo, que podéis convertiros en un ratón, en una rata; os confieso que eso me parece imposible. -¿Imposible? -repuso el ogro- ya veréis-; y al mismo tiempo se transformó en una rata que se puso a correr por el piso. Apenas la vio, el gato se echó encima de ella y se la comió. Entretanto, el Rey, que al pasar vio el hermoso castillo del ogro, quiso entrar. El gato, al oír el ruido del carruaje que atravesaba el puente levadizo, corrió adelante y le dijo al Rey: -Vuestra Majestad sea bienvenida al castillo del señor Marqués de Carabás. -¡Cómo, señor Marqués -exclamó el rey- este castillo también os pertenece! Nada hay más bello que este patio y todos estos edificios que lo rodean; veamos el interior, por favor.
El Marqués ofreció la mano a la joven Princesa y, siguiendo al Rey que iba primero, entraron a una gran sala donde encontraron una magnífica colación que el ogro había mandado preparar para sus amigos que vendrían a verlo ese mismo día, los cuales no se habían atrevido a entrar, sabiendo que el Rey estaba allí. El Rey, encantado con las buenas cualidades del señor Marqués de Carabás, al igual que su hija, que ya estaba loca de amor viendo los valiosos bienes que poseía, le dijo, después de haber bebido cinco o seis copas: -Sólo dependerá de vos, señor Marqués, que seáis mi yerno. El Marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacia el Rey; y ese mismo día se casó con la Princesa.
El gato se convirtió en gran señor, y ya no corrió tras las ratas sino para divertirse.

BUDA Y EL GATO

Cuenta una leyenda que un gato se quedó dormido sobre la túnica de Buda; éste, para no molestarle, cortó el pedazo de tela alrededor del felino y se alejó sin despertarle
Un gran maestro del budismo zen tenía un gato que era la verdadera pasión de su vida.
Así, durante las clases de meditación, mantenía el gato a su lado -para disfrutar todo lo posible de su compañía.
Cierta mañana, el maestro -que ya era muy anciano- apareció muerto. El discípulo más aventajado ocupó su lugar.
¿Y qué vamos a hacer con el gato? -preguntaron los otros monjes.
En homenaje al recuerdo de su antiguo instructor, el nuevo maestro decidió permitir que el gato continuara asistiendo a las clases de budismo zen.
Algunos discípulos de monasterios vecinos, que viajaban mucho por la región, descubrieron que en uno de los más afamados templos del lugar, un gato participaba de las meditaciones.
La historia comenzó a circular.
Pasaron muchos años. El gato murió, pero los alumnos del monasterio estaban tan acostumbrados a su presencia, que consiguieron otro gato. Mientras tanto, los otros templos comenzaron a introducir gatos en sus meditaciones; creían que el gato era el verdadero responsable de la fama y la calidad de la enseñanza y olvidaron que el antiguo maestro era un excelente instructor.
Pasó una generación, y comenzaron a aparecer tratados técnicos sobre la importancia del gato en la meditación zen.
Un profesor universitario desarrolló una tesis -que fue aceptada por la comunidad científica- según la cual el felino tenía la capacidad de aumentar la concentración humana, y de eliminar las energías negativas.
Y así, durante un siglo, el gato fue considerado esencial para el estudio del budismo zen en aquella región.
Hasta que apareció un maestro que tenía alergia al pelo de los animales domésticos, y resolvió alejar el gato de sus prácticas diarias con los alumnos.Hubo una gran reacción negativa, pero el maestro insistió. Como era un instructor excelente, los alumnos continuaron con el mismo rendimiento escolar, a pesar de la ausencia del gato.
Poco a poco, los monasterios -siempre en busca de ideas nuevas, y ya cansados de tener que alimentar a tantos gatos-, fueron eliminando los animales de las aulas.
En veinte años, comenzaron a aparecer nuevas tesis revolucionarias -con títulos convincentes como "La importancia de la meditación sin gatos", o "Equilibrando el universo zen sólo con el poder de la mente, sin ayuda de los animales".
Otro siglo pasó, y el gato quedó por completo fuera del ritual de la meditación zen en aquella región. Pero se necesitaron doscientos años para que todo volviera a la normalidad -porque nadie se preguntó, durante todo ese tiempo, porqué el gato estaba allí.
Cuenta una leyenda que con motivo del nuevo año chino Buda convidó a todos los animales a una fiesta en su reino a fin de restablecer el orden del mundo.
Tan sólo se presentaron doce animales y Buda les recompensó por su lealtad otorgándoles un año a cada uno de ellos.
Los animales llegaron de forma escalonada y el orden en que llegaron dice algo acerca de su personalidad.
Dicen que cuando la Rata recibió la invitación se apresuró a engañar a su mejor amigo el Gato proponiéndole que echaran una cabezacita pero que se despertarían el uno al otro para que pudieran ser los primeros en llegar a Buda.
Naturalmente, el Gato confió en su vieja amiga la Rata y se quedó dormido al instante.
En cambio la Rata, astuta como era, se apresuró a esconderse en la oreja del Buey, pues sabía que éste solía despertarse temprano. Tal como era de esperar, el Buey despertó al alba y emprendió el viaje fatigosamente hacia Buda.
Justo cuando las grandes puertas del palacio se empezaban a vislumbrar a lo lejos la Rata saltó de la oreja del Buey, salió pitando y fue el primer animal en llegar a Buda. Luego llegarían el Buey, el Tigre, el Conejo, el Dragón, la Serpiente, el Caballo, la Cabra, el Mono, el Gallo, el Perro y, finalmente, el cerdo.
El Gato se quedó dormido, claro está, y nunca llegó a la fiesta de Buda. Por esa razón, no hay ningún año que lleve el nombre del Gato y, desde entonces, el Gato y la Rata siguen siendo hoy enemigos.
Se dice que los únicos animales que no se conmovieron con la muerte de Buda fueron el gato y la serpiente. Su impasibilidad fue debida a su sabiduría.

El estornudo del león

Cuenta una leyenda hebrea que Noé subió a su arca, con motivo del diluvio, a todos los animales. A los gatos no los embarcó, pues no existían. Allí había ratas y ratones, que se pasaban la mayor parte del tiempo zampándose la comida del bueno de Noé.
Éste, molesto, pidió a Dios que le mandara algún remedio para resolver el problema. El Señor, que escuchó su plegaria, hizo que estornudara un león.
De las narices del felino salieron diminutos gatitos, que enseguida comenzaron a cazar. Los ratones y las ratas se ocultaron en los agujeros, lugar preferido para defenderse del gato.
- ¡Menos mal, buen Dios!—, exclamó, satisfecho, Noé.

Freya

Dentro de las tradicones de los antiguos pueblos nórdicos esta el culto a la diosa Freya, era una de las líderes dentro del matriarcado de diosas de un culto que se le rendía principalmente en Suecia y Noruega.
Perteneciente a la Valkirias era guerrera y esposa del dios Odin. Este culto era más bien de carácter erótico y orgiastico, se la asociaba a la lujuria, el amor y la belleza. Se decía que era de las más bellas diosas existentes, se la dibujaba con una corona de flores en la cabeza, era la encargada de repartir el rocío sobre los campos cada mañana. Reinaba sobre la vida y la muerte, el amor y la magia, los animales, en especial los gatos.
Su principal habilidad de la Diosa Freya era la de volar y esto lo hacía en un carruaje que cruzaba el cielo a gran velocidad conducido por dos gatos: Bygul (abeja de oro) y Trjegul (árbol de ambar dorado). Estos gatos eran los encargados de llevar a la diosa de un lugar a otro. Se cuenta que eran tan grandes y fuertes que un día el gran Thor dios del relámpago y el trueno quiso alzar en brazos a unos de estos gatos y le fue imposible despegarlo del suelo.

Korat, el gato de la buena suerte

"Sus ojos centellean como las gotas de rocío sobre una hoja de loto" Al hablar de los orígenes del Korat nos situaremos en la historia tailandesa, para ser más concretos en el período Ayudhya (1350-1767). Será en un manuscrito, en el 'Smud Khoi,' cuya traducción es 'Libro de Poemas sobre gatos', donde aparezca por primera vez nuestro protagonista en una ilustración. Es el gato nacional tailandés por excelencia. Su único nombre no es Korat, pues también es denominado 'Si-Sawaat', fruto del mismo color azul plata que tanto distingue y hace bella a esta raza. Su nombre también significa buena suerte. Es la fortuna que Korat puede traer, lo que ha dado lugar a una tradición en Tailandia: regalar una pareja de Korat a las novias el día de su boda, para otorgarles una vida dichosa. El Korat llegó a EE.UU. el año 1959 gracias a la señora Jean Johnson, que después de pasar muchos años en Tailandia volvía a su país con una pareja de gatitos (Nara y Dara) como regalo de despedida. Es por este motivo que todo Korat tiene antepasados tailandeses en su pedigree.

Maneki Neko

El Maneki Neko " gato de la suerte" o "gato de la fortuna" es una popular escultura japonesa, elaborada a menudo en porcelana o cerámica, de la que se dice que trae buena suerte a su dueño. La escultura representa a un gato saludando con una pata alzada. Puede ser vista frecuentemente en tiendas, restaurantes y otros negocios. Si es la pata derecha de la escultura la que se representa alzada, se dice que trae prosperidad y dinero, mientras que la pata izquierda alzada atrae visitas. También la altura a la que la pata es alzada puede variar de una escultura a otra. Se dice que cuanto más alta sea esta, la llamada del gato atraerá a los clientes desde mayor distancia. Maneki procede del verbo maneku que en japonés significa "invitar a pasar" o "saludar".
Neko significa "gato". Juntos literalmente denotan "gato que invita a entrar". Según la tradición japonesa el mensaje que nos transmite el gato con el movimiento de su pata es el siguiente: "Entra, por favor. Eres bienvenido"
Durante el siglo XVII, existía en Tokio un templo que había conocido días mejores y que tenía serios problemas económicos. El sacerdote del templo era muy pobre, pero aún así, compartía la escasa comida que tenía con su gato, Tama. Un día, un hombre de gran fortuna e importancia fue sorprendido por una tormenta mientras cazaba y se refugió bajo un gran árbol que se encontraba cerca del templo. Mientras esperaba a que amainara la tormenta, el hombre vio que un gato le hacía señas para que se acercara a la puerta del templo. Tal fue su asombro que dejó el refugio que le ofrecía el árbol y se acercó para ver de cerca a tan singular gato. En ese momento, un rayo cayó sobre el árbol que le había dado cobijo. A consecuencia de ello, el hombre rico se hizo amigo del pobre sacerdote, y el templo prosperó, con lo que el sacerdote y su gato nunca volvieron a pasar hambre. Tras su muerte, Tama recibió un solemne y cariñoso entierro en el cementerio para gatos del Templo Goutokuji, y se creó el Maneki Neko en su honor. Se dice que un Maneki Neko en el lugar de trabajo, el hogar o incluso una página web atrae la buena suerte y los visitantes.
Dependiendo de su color también tiene distintos significados. - El verde : Seguridad en el hogar - El Blanco : Suerte en los negocios - El Azul : Cumplir los sueños - El Rojo : Éxito en el amor - El dorado : Economía - El negro : Evitar la mala suerte y aumentar la felicidad - El rosa : Elegir a la persona con la que contraer matrimonio

El gato divino... El gato maldito

Nombre egipcio: Bastet . Nombre griego: Bastis
Divinidad griega: Artemisa
Gata o mujer con cabeza de gata o leona.

Diosa de Bubastis, ciudad del Delta, en la que ya aparecen restos de su culto en torno a la IV dinastía. Representaba la dulzura maternal y era guardiana del hogar y feroz defensora de sus hijos. También representaba la abundancia y era la señora del placer, poseyendo todos los aspectos pacíficos de diosas peligrosas como Sejmet.

Era protectora de los gatos y, por lo tanto, enemiga de las serpientes, fundamentalmente de Apofis a la que ataca con sus garras protegiendo a su padre Atum. Originalmente simbolizaba la cálida fertilidad del sol, en oposición a Sejmet, que es el calor abrasador. Se la denominó "Señora del Este" y estaba relacionada con Sejmet, "Señora del Oeste", del Oeste", al igual que Nejbet y Uayjet eran las señoras del Norte y el Sur.
Durante el Reino Nuevo se la hizo una diosa de la guerra y se le asociaba al sol.
Se decía que era esposa e hija de Atum-Ra, o hija de Osiris e Isis; también se la considera la personificación del alma de Isis. Este último parentesco debe ser entendido en un ámbito fundamentalmente griego. Horus fue identificado con el dios griego Apollo y Bastet con su hermana Artemisa (Apollo y Artemisa eran hijos gemelos de Leto), y de ahi la relación de la diosa gata con Isis y Osiris, padres egipcios de Horus. El clero de Bubastis constituyó una tríada en la que Atum desempeñaba el papel de marido y Mihos, o un Horus local (Hor-Hekenu) el de hijo. Confundida con Sejmet, es la esposa de Ptah y madre del dios león Mihos. En su fusión con la diosa vengadora Sejmet se la saluda ocasionalmente como el ojo de Ra, el ojo vengador. En Letópolis se la asimiló a Tefnut y se le dió por pareja a Basty, una versión local de Shu.
Representada como mujer con cabeza de gata, aunque anteriormente tuvo cabeza de leona, como se ve en el templo funerario de Niuserra.. En su aspecto guerrero, era una leona con la piel verde y en este aspecto estaba asociada a la luz solar. Fue una diosa solar hasta la identificación de los griegos con su diosa lunar Artemisa. Fue a partir del siglo X a.C cuando adoptó caracteres hogareños y es entonces cuando comienza a aparecer como gata doméstica. Confundida con Hathor era diosa de la música y la danza, era diosa de la música y la danza, llevaba un sistro; en la baja época se la representa también con pendientes de oro en las orejas y en la nariz; unas veces llevaba una égida, en la mano derecha y un sistro en la otra; cuando lleva el sistro y el anj se convierte en patrona de festivales, celebrados en abril y mayo, en los que era habitual emborracharse.
Durante los festivales estaba prohibida la caza de leones para evitar su ira. En Bubastis, en el lado oriental del Delta, se celebraba una fiesta denominada de la embriaguez en la que se consumían grandes cantidades de vino, recordando que la diosa fue embriagada para aplacar su ira (en su asociación con Sejmet) En su templo había gatos sagrados que se supone que eran la encarnación de la diosa y, cuando morían, de la diosa y, cuando morían, eran momificados. En Bubastis se encontró un cementerio con miles de gatos momificados. Además de en Bubastis, de en Bubastis, era venerada también en Menfis (asimilada a Sejmet), Heliópolis (asimilada a Tefnut), Tebas (asimilada a Mut), Leontópolis y Heracleópolis. Sus festivales se celebraban el día 1 del mes de Tybi y el día 1 del mes de Paini. Su culto se difundió también por Italia, donde se han encontradorestos en las ciudades de Roma, Ostia, Nemi y Pompeya.

Pese a que las leyes egipcias prohibían sacar del país los gatos sagrados, los marinos fenicios se los llevaban de contrabando. Los gatos eran tan apreciados en tiempos de los griegos que se vendían igual que otros tesoros de Oriente. Así, difundieron por el Mediterráneo no solo el comercio y la cultura, sino también a los gatos. Consiguieron que en aquella época se difundieran los gatos por toda la costa mediterránea. Con relación a los orígenes del gato, cuenta la tradición de los antiguos griegos que procede de Artemisa, la diosa de la caza. Por lo visto, dio vida al gato para poner en ridículo a su hermano Apolo, ya que éste previamente había creado al león para asustarla.

Hacia el año 2500 AC, los romanos importaron el Felis lybica del antiguo Egipto, cruzándose en Europa con el gato montés europeo (Felis silvestris). Los romanos sacaron gatos ilegales, dado que estaba prohibida la exportación de los gatos sagrados en Egipto. Así, las legiones romanas cogían gatos egipcios como los más preciados trofeos de guerra en su conquista del Nilo.

El gato fue difundido en Europa sobre todo por los romanos. Lo consideraban símbolo de victoria y tenían por costumbre llevarlo junto a sus legiones, por lo que consiguieron introducirlo rápidamente en todos los rincones de su imperio. De ésta manera el gato llegó a Britannia en donde el gato doméstico era un auténtico desconocido pese a que abundaban los gatos monteses. El avance del Imperio Romano por tierras de bárbaros fue la difusión del culto al gato, refinado y urbano, entre los simples y atrasados campesinos que hasta entonces solo conocían al perro como animal de compañía. Los romanos apreciaban tanto el espíritu de independencia del felino que hasta la diosa Libertas era representada junto a un gato, símbolo de la más absoluta libertad. La utilidad del gato fue ampliamente reconocida por los romanos, al igual que había sido exaltado por los egipcios. Así, en el s.I DC se dictaron en Roma leyes para su protección.

Posteriormente, ya en el s. X, el príncipe Howel publicaría unas normas jurídicas que reconocían la importancia de los gatos en el Reino Unido, en donde se fijaba el valor de los gatos y se establecía que quien matara a un gato debía indemnizar al propietario del animal con una cantidad de trigo equivalente en altura a la longitud del felino, desde el hocico hasta la punta de la cola, pretendiéndose compensar de esta manera al propietario del gato por las pérdidas de trigo que le ocasionarían los topos al faltar el gato.

Cuando cayó el esplendor del Imperio Romano, llegó la Edad Media en donde los gatos pasaron a ser odiados y temidos, perseguidos por tratarse de instrumentos del demonio y compañeros favoritos de las brujas.

Debido a sus hábitos nocturnos creían que tenían trato con el diablo. Esta asociación del gato con la brujería fue culpable de muchos actos de crueldad hacia el gato a través de los siglos medievales.

Señal de satanismo era que los gatos no obedecieran al hombre que había sido creado a imagen y semejanza de Dios, implicando esta actitud que fueran siervos e instrumentos del demonio. También eran una señal sus maléficos ojos brillaban en la oscuridad, dado que ésto tenía que ser obra del diablo.

Además, de noche abandonaban sus casas en las ciudades y salían a los bosques, por lo que debían ser hijos de la oscuridad y de un mundo tenebroso. Por si fuera poco, en los cementerios había gatos, por lo que deducían que el espíritu de los muertos se había apoderado de ellos.

La imaginación del hombre llegó a justificar los fenómenos atmosféricos culpando a los gatos dado que sus carreras precedían a tormentas y a tempestades, motivo por el que corrían alocados al ser ellos mismos quienes desencadenaban los elementos contra el hombre por obra del diablo.

Con la Edad Media, llegó una época de oscurantismo para la humanidad. Los gatos fueron víctimas de una terrible persecución originada por la ignorancia y por absurdas supersticiones que relacionaban al gato con determinados ritos diabólicos. Se quemaban en las hogueras a los heterodoxos de la religión y a los brujos. Pero también se quemaban a los gatos, máxime si se trataban de gatos negros. Desde el s. XII se empezó a relacionar a los gatos con el paganismo y la brujería. Existía una creencia muy difundida que afirmaba que los brujos y, sobre todo, las brujas podían convertirse en gatos, y viceversa. Por si fuera poco, en 1233 el papa Gregorio IX declaró que los herejes adoraban al demonio en forma de gato, lo que dio lugar a una persecución que se prolongaría durante varios siglos. A mediados del s. XIII, el renacimiento en Alemania del culto a Freya fue suprimido y sus seguidores fueron relacionados con gatos. El obispo de Coventry fue acusado de haber adorado a un gato negro, al igual que acusaban a los Templarios de venerar a los gatos. Los gatos eran, por tanto, enemigos de toda la cristiandad.
Dado que los gatos eran seres diabólicos, había que matarlos, ya que a los 9 años se convertirían en brujos poderosos. La ignorancia llegó a justificar que cuando los gatos eran arrojados desde lo alto de las torres de las iglesias y no se mataban porque caían de pie, lo era en realidad porque eran salvados por el diablo. Hasta un médico de Milán, Jerónimo Cardán, dijo que los gatos negros estaban llenos de humores que causaban melancolía en el hombre, y que además eran crueles y audaces.
La posesión de un gato bastaba para acusar a una persona de brujería; y si además era un gato negro, la condena era segura. Había recompensas económicas por la entrega de gatos muertos para ser quemados en hogueras. En algunas ciudades existía un día especial dedicado al rito. Así, en Inglaterra, Francia y Alemania, en el día de Todos los Santos, se iniciaban las fiestas populares con la quema de cajas y sacos llenos de gatos vivos.

En Escocia, los gatos eran empalados y asados vivos durante dos días, en una ceremonia llamada "La cena del diablo". En París, durante la noche de San Juan, se quemaban gatos vivos en presencia del Rey, hasta que Luis XIV prohibió estas hogueras. En las ferias de los pueblos se incluía el tiro al gato como entretenimiento (metían al gato en un canasto y había que atravesarlo disparándole flechas). Esta terrible persecución llegó a provocar que en Alsacia se representara al diablo en un carruaje arrastrado por un tiro de cuatro gatos negros.

Por tanto, durante la Edad Media no solo se torturó y se mató bárbaramente a miles de personas, sino que también se torturó y mató a millones de gatos, como consecuencia de unas persecuciones muy activas en toda Europa y que entraron a formar parte de los rituales cristianos.

Como consecuencia de aquella persecución a la que eran sometidos los gatos en esta época, las ratas y ratones invadieron las ciudades, produciendo gravísimos daños en los alimentos. A mediados del s. XIV, una plaga originada por ratas, conocida como la Peste Negra, atacó a las ciudades europeas. Las pulgas de las ratas comenzaron a transmitir la peste, que llegó a exterminar a la tercera parte de la población de la época. La gente comenzó a darse cuenta de que en donde vivía un gato no había ni ratas ni peste. Entonces, fue reconocida su valía como depredadores. De esta manera, los gatos se salvaron a sí mismos.

Pantera Negra.

Se denomina así a los leopardos melánicos. El color negro es producido por una gran cantidad de melanóforos (células pertenecientes a una de las capas de la piel) distribuidos por toda la superficie corporal.debemos entender como panteras únicamente al león y al leopardo sin que realmente exista un animal que pueda llamarse “pantera o pantera negra”.

Esta sería simplemente una imprecisión puesto que realmente nos estamos refiriendo a un leopardo con una modificación en su melanina que modifica su color, algo que aprovecharon los egipcios para incluir en el aguar funerario por el simbolismo del negro durante las dinastías XVIII y XIX en el Imperio Egipcio.

Si ubicamos taxonómicamente estos animales, encontramos que la familia de los Felinae o Félidos pertenece al orden de los carnívoros. Se agrupa en tres géneros o subfamilias: Felis o Felinae (gatos), Acinonyx o Acinonychinae (guepardos)y Panthera o Pantherinae (leones y leopardos)Centrándonos únicamente en África, el segundo género (Pantherinae) consta de animales de mayor alzada, tales como el león (Panthera leo) y el leopardo (Panthera pardus).

Y hablando de panteras

Cachorro de Pantera.
¡Un panterito!

...! Y OTRO GATO MAS ¡

El yaguar, yaguareté o jaguar (Panthera onca) es el felino de mayor tamaño de América. Posee la estructura mandibular más poderosa de todos los felinos, y el mayor peso relativo de la cabeza, lo que le proporciona su perfil característico, la fortaleza de estas mandíbulas le permite atravesar la caparazón de una tortuga. Aunque se asemeja mucho en apariencia al leopardo o pantera del Viejo Mundo (Panthera pardus), con el cual se encuentra emparentado, su papel ecológico y comportamiento son más acordes a los del tigre (Panthera tigris), puesto que son predominantemente terrestres y carecen de predadores o competidores naturales, al ser el resto de los felinos americanos significativamente más pequeños.

¿ OTRO GATO ?

El león (Panthera leo) es un mamífero carnívoro de la familia de los Félidos. El macho adulto es fácilmente reconocible por su gran tamaño y llamativa melena, y tiene un peso aproximado de 150 a 250 kg.
Las hembras suelen ser considerablemente más pequeñas, de 110 a 180 kg de peso. Es el segundo felino más grande del mundo, después del tigre. Se supone al león como depositario sagrado del conocimiento y otras veces como gran enemigo al que hay que aplastar, por eso su representación en el arte románico tiene casi siempre una doble lectura. El león representa a Cristo: unas veces perdona y otras aplasta. En el Camino de Santiago es habitual ver en los capitel la presencia casi constante del simbolismo del león, que representa sobre todo al Sol. El león es como el Sol, que destruye con su gran potencia; pero el ser humano que sea capaz de vencerle se apoderará de esa potencia. La simbología del león que está atacando a un ser humano, cuenta cómo le pone en contacto con las entrañas para que así pueda conocer su sabiduría y los secretos más profundos.
En lo alto de los portones de los templos hindúes, en la India, se suelen poner un par de estatuas de leones (viaghra), con la particularidad de que muestran el pene en erección (lo cual evidentemente no representa un tabú en esos lugares).